26.12.12

El discurso funebre de Pericles a un año de inicada la guerra del Peloponeso


Via: El discurso fínebre de Pericles, traduccón de Antonio Arbea

La mayor parte de quienes en el pasado han hecho uso de la palabra
en esta tribuna, han tenido por costumbre elogiar a aquel que introdujo este
discurso en el rito tradicional, pues pensaban que su proferimiento con
ocasión del entierro de los caídos en combate era algo hermoso. A mí, en
cambio, me habría parecido suficiente que quienes con obras probaron su
valor, también con obras recibieran su homenaje –como este que véis dis-
puesto para ellos en sus exequias por el Estado–, y no aventurar en un solo
individuo, que tanto puede ser un buen orador como no serlo, la fe en los
méritos de muchos.
Es difícil, en efecto, hablar adecuadamente sobre un asunto respecto
del cual no es segura la apreciación de la verdad, ya que quien escucha, si
está bien informado acerca del homenajeado y favorablemente dispuesto
hacia él, es muy posible que encuentre que lo que se dice está por debajo
de lo que él desea y de lo que él conoce; y si, por el contrario, está mal
informado, lo más probable es que, por envidia, cuando oiga hablar de algo
que esté por encima de sus propias posibilidades, piense que se está cayen-
do en una exageración. Porque los elogios que se formulan a los demás se
toleran sólo en tanto quien los oye se considera a sí mismo capaz también,
en alguna medida, de realizar los actos elogiados; cuando, en cambio, los
que escuchan comienzan a sentir envidia de las excelencias de que está
siendo alabado, al punto prende en ellos también la incredulidad
Pero, puesto que a los antiguos les pareció que sí estaba bien, debo
ahora yo, siguiendo la costumbre establecida, intentar ganarme la voluntad
y la aprobación de cada uno de vosotros tanto como me sea posible.


Comenzaré, ante todo, por nuestros antepasados, pues es justo y, al
mismo tiempo, apropiado a una ocasión como la presente, que se les rinda
este homenaje de recordación. Habitando siempre ellos mismos esta tierra a
través de sucesivas generaciones, es mérito suyo el habérnosla legado libre
hasta nuestros días. Y si ellos son dignos de alabanza, más aún lo son
nuestros padres, quienes, además de lo que recibieron como herencia, gana-
ron para sí, no sin fatigas, todo el imperio que tenemos, y nos lo entregaron
a los hombres de hoy.
En cuanto a lo que a ese imperio le faltaba, hemos sido nosotros
mismos, los que estamos aquí presentes, en particular los que nos encontra-
mos aún en la plenitud de la edad, quienes lo hemos incrementado, al paso
que también le hemos dado completa autarquía a la ciudad, tanto para la
guerra como para la paz. Pasaré por alto las hazañas bélicas de nuestros
antepasados, gracias a las cuales las diversas partes de nuestro imperio
fueron conquistadas, como asimismo las ocasiones en que nosotros mis-
mos o nuestros padres repelimos ardorosamente las incursiones hostiles de
extranjeros o de griegos, ya que no quiero extenderme tediosamente entre
conocedores de tales asuntos. Antes, empero, de abocarme al elogio de
estos muertos, quiero señalar en virtud en qué normas hemos llegado a la
situación actual, y con qué sistema político y gracias a qué costumbres
hemos alcanzado nuestra grandeza. No considero inadecuado referirme a
asuntos tales en una ocasión como la actual, y creo que será provechoso
que toda esta multitud de ciudadanos y extranjeros lo pueda escuchar.


Disfrutamos de un régimen político que no imita las leyes de los
vecinos; más que imitadores de otros, en efecto, nosotros mismos servi-
mos de modelo para algunos. En cuanto al nombre, puesto que la adminis-
tración se ejerce en favor de la mayoría, y no de unos pocos, a este régimen
se lo ha llamado democracia; respecto a las leyes, todos gozan de iguales
derechos en la defensa de sus intereses particulares; en lo relativo a los
honores, cualquiera que se distinga en algún aspecto puede acceder a los
cargos públicos, pues se lo elige más por sus méritos que por su categoría
social; y tampoco al que es pobre, por su parte, su oscura posición le
impide prestar sus servicios a la patria, si es que tiene la posibilidad de
hacerlo.
Tenemos por norma respetar la libertad, tanto en los asuntos públi-
cos como en las rivalidades diarias de unos con otros, sin enojarnos con
nuestro vecino cuando él actúa espontáneamente, ni exteriorizar nuestra
molestia, pues ésta, aunque innocua, es ingrata de presenciar. Si bien en los
asuntos privados somos indulgentes, en los públicos, en cambio, ante todo
por un respetuoso temor, jamás obramos ilegalmente, sino que obedecemos
a quienes les toca el turno de mandar, y acatamos las leyes, en particular las
dictadas en favor de los que son víctimas de una injusticia, y las que,
aunque no estén escritas, todos consideran vergonzoso infringir.


Por otra parte, como descanso de nuestros trabajos, le hemos procu-
rado a nuestro espíritu una serie de recreaciones. No sólo tenemos, en
efecto, certámenes públicos y celebraciones religiosas repartidos a lo largo
de todo el año, sino que también gozamos individualmente de un digno y
satisfactorio bienestar material, cuyo continuo disfrute ahuyenta a la melan-
colía. Y gracias al elevado número de sus habitantes, nuestra ciudad impor-
ta desde todo el mundo toda clase de bienes, de manera que los que ella
produce para nuestro provecho no son, en rigor, más nuestros que los
foráneos.


A nuestros enemigos les llevamos ventaja también en cuanto al
adiestramiento en las artes de la guerra, ya que mantenemos siempre abier-
tas las puertas de nuestra ciudad y jamás recurrimos a la expulsión de los
extranjeros para impedir que se conozca o se presencie algo que, por no
hallarse oculto, bien podría a un enemigo resultarle de provecho observar-
lo6. Y es que, más que en los armamentos y estratagemas, confiamos en la
fortaleza de alma con que naturalmente acometemos nuestras empresas. Y
en cuanto a la educación, mientras ellos procuran adquirir coraje realizando
desde muy jóvenes una ardua ejercitación, nosotros, aunque vivimos más
regaladamente, podemos afrontar peligros no menores que ellos.
Prueba de esto es que los espartanos no realizan sin la compañía de
otros sus expediciones militares contra nuestro territorio, sino junto a todos
sus aliados; nosotros, en cambio, aun invadiendo solos tierra enemiga y
combatiendo en suelo extraño contra quienes defienden lo suyo, la mayor
parte de las veces nos llevamos la victoria sin dificultad. Además, ninguno
de nuestros enemigos se ha topado jamás en el campo de batalla con todas
nuestras fuerzas reunidas, pues simultáneamente debemos atender la man-
tención de nuestra flota y, en tierra, el envío de nuestra gente a diversos
lugares. Sin embargo, cada vez que en algún lugar ellos se trenzan en lucha
con una facción de los nuestros y resultan vencedores, se ufanan de haber-
nos rechazado a todos, aunque sólo han vencido a algunos; y si salen
derrotados, alegan que lo fueron ante todos nosotros juntos. Pero lo cierto
es que, ya que preferimos afrontar los peligros de la guerra con serenidad
antes que habiéndonos preparado con arduos ejercicios, ayudados más por
la valentía de los caracteres que por la prescrita en ordenanzas, les llevamos
la ventaja de que no nos angustiamos de antemano por las penurias futuras,
y, cuando nos toca enfrentarlas, no demostramos menos valor que ellos
viven en permanente fatiga.
Pero no sólo por éstas, sino también por otras cualidades nuestra
ciudad merece ser admirada.

En efecto, amamos el arte y la belleza sin desmedirnos, y cultivamos
el saber sin ablandarnos. La riqueza representa para nosotros la oportuni-
dad de realizar algo, y no un motivo para hablar con soberbia; y en cuanto a
la pobreza, para nadie constituye una vergüenza el reconocerla, sino el no
esforzarse por evitarla. Los individuos pueden ellos mismos ocuparse simul-
táneamente de sus asuntos privados y de los públicos; no por el hecho de
que cada uno esté entregado a lo suyo, su conocimiento de las materias
políticas es insuficiente. Somos los únicos que tenemos más por inútil que
por tranquila a la persona que no participa en las tareas de la comunidad.
Somos nosotros mismos los que deliberamos y decidimos conforme a dere-
cho sobre la cosa pública, pues no creemos que lo que perjudica a la acción
sea el debate, sino precisamente el no dejarse instruir por la discusión antes
de llevar a cabo lo que hay que hacer. Y esto porque también nos diferen-
ciamos de los demás en que podemos ser muy osados y, al mismo tiempo,
examinar cuidadosamente las acciones que estamos por emprender; en este
aspecto, en cambio, para los otros la audacia es producto de su ignorancia,
y la reflexión los vuelve temerosos. Con justicia pueden ser reputados como
los de mayor fortaleza espiritual aquellos que, conociendo tanto los padeci-
mientos como los placeres, no por ello retroceden ante los peligros.
También por nuestra liberalidad somos muy distintos de la mayoría
de los hombres, ya que no es recibiendo beneficios, sino prestándolos, que
nos granjeamos amigos. El que hace un beneficio establece lazos de amistad
más sólidos, puesto que con sus servicios al beneficiado alimenta la deuda
de gratitud de éste. El que debe favores, en cambio, es más desafecto, pues
sabe que al retribuir la generosidad de que ha sido objeto, no se hará mere-
cedor de la gratitud, sino que tan sólo estará pagando una deuda. Somos
los únicos que, movidos, no por un cálculo de conveniencia, sino por nues-
tra fe en la liberalidad, no vacilamos en prestar nuestra ayuda a cualquiera.


Para abreviar, diré que nuestra ciudad, tomada en su conjunto, es
norma para toda Grecia, y que, individualmente, un mismo hombre de los
nuestros se basta para enfrentar las más diversas situaciones, y lo hace con
gracia y con la mayor destreza. Y que estas palabras no son un ocasional
alarde retórico, sino la verdad de los hechos, lo demuestra el poderío mismo
que nuestra ciudad ha alcanzado gracias a estas cualidades. Ella, en efecto,
es la única de las actuales que, puesta a prueba, supera su propia reputa-
ción; es la única cuya victoria, el agresor vencido, dada la superioridad de
los causantes de su desgracia, acepta con resignación; es la única, en fin,
que no les da motivo a sus súbditos para alegar que están inmerecidamente
bajo su yugo.
Nuestro poderío, pues, es manifiesto para todos, y está ciertamente
más que probado. No sólo somos motivo de admiración para nuestros con-
temporáneos, sino que lo seremos también para los que han de venir des-
pués. No necesitamos ni a un Homero que haga nuestro panegírico, ni a
ningún otro que venga a darnos momentáneamente en el gusto con sus
versos, y cuyas ficciones resulten luego desbaratadas por la verdad de los
hechos. Por todos los mares y por todas las tierras se ha abierto camino
nuestro coraje, dejando aquí y allá, para bien o para mal, imperecederos
recuerdos.
Combatiendo por tal ciudad y resistiéndose a perderla es que estos
hombres entregamos notablemente sus vidas; justo es, por tanto, que cada
uno de quienes les hemos sobrevivido anhele también bregar por ella.


La razón por la que me he referido con tanto detalle a asuntos con-
cernientes a la ciudad, no ha sido otra que para haceros ver que no estamos
luchando por algo equivalente a aquello por lo que luchan quienes en modo
alguno gozan de bienes semejantes a los nuestros y, asimismo, para darle
un claro fundamento al elogio de los muertos en cuyo honor hablo en esta
ocasión.
La mayor parte de este elogio ya está hecha, pues las excelencias por
las que he celebrado a nuestra ciudad no son sino fruto del valor de estos
hombres y de otros que se les asemejan en virtud. No de muchos griegos
podría afirmarse, como sí en el caso de éstos, que su fama está en conformi-
dad con sus obras. Su muerte, en mi opinión, ya fuera ella el primer testimo-
nio de su valentía, ya su confirmación postrera, demuestra un coraje genui-
namente varonil. Aun aquellos que puedan haber obrado mal en su vida
pasada, es justo que sean recordados ante todo por el valor que mostraron
combatiendo por su patria, pues al anular lo malo con lo bueno resultaron
más beneficiosos por su servicio público que perjudiciales por su conducta
privada.
A ninguno de estos hombres lo ablandó el deseo de seguir gozando
de su riqueza; a ninguno lo hizo aplazar el peligro la posibilidad de huir de
su pobreza y enriquecerse algún día. Tuvieron por más deseable vengarse
de sus enemigos, al tiempo que les pareció que ese era el más hermoso de
los riesgos. Optaron por correrlo, y, sin renunciar a sus deseos y expectati-
vas más personales, las condicionaron, sí, al éxito de su venganza. Enco-
mendaron a la esperanza lo incierto de su victoria final, y, en cuanto al
desafío inmediato que tenían por delante, se confiaron a sus propias fuer-
zas. En ese trance, también más resueltos a resistir y padecer que a salvarse
huyendo, evitaron la deshonra e hicieron frente a la situación con sus per-
sonas. Al morir, en ese brevísimo instante arbitrado por la fortuna, se halla-
ban más en la cumbre de la determinación que del temor.


Estos hombres, al actuar como actuaron, estuvieron a la altura de su
ciudad. Deber de quienes les han sobrevivido, pues, es hacer preces por
una mejor suerte en los designios bélicos, y llevarlos a cabo con no menor
resolución. No sólo oyendo las palabras que alguien pueda deciros debéis
reflexionar sobre el servicio que prestáis –servicio que cualquiera podría
detenerse a considerarse ante vosotros, que muy bien lo conocéis por pro-
pia experiencia, señalándoos cuántos bienes están comprometidos en el
acto de defenderse de los enemigos–; antes bien, debéis pensar en él con-
templando en los hechos, cada día, el poderío de nuestra ciudad, y prendán-
doos de ella. Entonces, cuando la ciudad se os manifieste en todo su es-
plendor, parad mientes en que éste es el logro de hombres bizarros,
conscientes de su deber y pundonorosos en su obrar; de hombres que, si
alguna vez fracasaron al intentar algo, jamás pensaron en privar a la ciudad
del coraje que los animaba, sino que se lo ofrendaron como el más hermoso
de sus tributos. Al entregar cada uno de ellos la vida por su comunidad, se
hicieron merecedores de un elogio imperecedero y de la sepultura más ilus-
tre. Esta, más que el lugar en que yacen sus cuerpos, es donde su fama
reposa, para ser una y otra vez recordada, de palabra y de obra, en cada
ocasión que se presente.
La tumba de los grandes hombres es la tierra entera: de ellos nos
habla no sólo una inscripción sobre sus lápidas sepulcrales; también en
suelo extranjero pervive su recuerdo, grabado no en un monumento, sino,
sin palabras, en el espíritu de cada hombre.
Imitad a éstos ahora vosotros, cifrando la felicidad en la libertad, y la
libertad en la valentía, sin inquietaros por los peligros de la guerra. Quienes
con más razón pueden ofrendar su vida no son aquellos infortunados que
ya nada bueno esperan, sino, por el contrario, quienes corren el riesgo de
sufrir un revés de fortuna en lo que les queda por vivir, y para los que, en
caso de experimentar una derrota, el cambio sería particularmente grande.
Para un hombre que se precia a sí mismo, en efecto, padecer cobardemente
la dominación es más penoso que, casi sin darse cuenta, morir animosamen-
te y compartiendo una esperanza.


Por tal razón es que a vosotros, padres de estos muertos, que estáis
aquí presentes, más que compadeceros, intentaré consolaros. Puesto que
habéis ya pasado por las variadas vecisitudes de la vida, debéis de saber
que la buena fortuna consiste en estar destinado al más alto grado de no-
bleza –ya sea en la muerte, como éstos; ya en el dolor, como vosotros–, y
en que el fin de la felicidad que nos ha sido asignada coincida con el fin de
nuestra vida. Sé que es difícil que aceptéis esto tratándose de vuestros
hijos, de quienes muchas veces os acordaréis al ver a otros gozando de la
felicidad de que vosotros mismos una vez gozásteis. El hombre no experi-
menta tristeza cuando se lo priva de bienes que aún no ha probado, sino
cuando se le arrebata uno al que ya se había acostumbrado. Pero es preciso
que sepáis sobrellevar vuestra situación, incluso con la esperanza de tener
otros hijos, si es que estáis aún en edad de procrearlos. En lo personal, los
hijos que nazcan representarán para algunos la posibilidad de apartar el
recuerdo de los que perdieron; para la ciudad, entretanto, su nacimiento
será doblemente provechoso, pues no sólo impedirá que ella se despueble,
sino que la hará más segura, ya que nadie puede participar en igualdad de
condiciones y equitativamente en las deliberaciones políticas de la comuni-
dad, a menos que, tal como los demás, también él exponga su prole a las
consecuencias de sus resoluciones.
Y aquellos de vosotros que habéis llegado ya a la ancianidad, tened
por ganancia el haber vivido felizmente la mayor parte de vuestra vida,
considerad que la que os queda ha de ser breve, y consolaos con la fama
alcanzada por éstos vuestros hijos. Lo único que no envejece, en efecto, es
el amor a la gloria; y cuando la edad ya declina, no es atesorar bienes lo que
más deleita, como algunos dicen, sino recibir honores.


Y en cuanto a vosotros, hijos o hermanos, aquí presentes, de estas
víctimas de la guerra, veo grande el desafío que tenéis por delante, porque
solamente aquel que ya no existe suele concertar el elogio de todos; a duras
penas podréis conseguir, por sobresalientes que sean vuestros méritos, ser
considerados no ya sus iguales, sino incluso sus cercanos émulos. La envi-
dia de los rivales la sufren quienes están vivos; el que, en cambio, ya no
representa un obstáculo para nadie, es honrado con generosa benignidad.
Y si, para aquellas esposas que ahora quedan viudas, debo también
decir algo acerca de las virtudes propias de la mujer, lo resumiré todo en un
breve consejo: grande será vuestra gloria si no desmerecéis vuestra condi-
ción natural de mujeres y si conseguís que vuestro nombre ande lo menos
posible en boca de los hombres, ni para bien ni para mal.


En conformidad con nuestras leyes y costumbres, pues, queda dicho
en mi discurso lo que me parecía pertinente. Ahora, en cuanto a los hechos,
los hombres a quienes estamos sepultando han recibido ya nuestro home-
naje. De la educación de sus hijos, desde este momento hasta su juventud,
se hará cargo la ciudad. Tal es la provechosa corona que ella impone a estas
víctimas, y a los que ellas dejan, como premio de tan valerosas hazañas.
Cuando los más preciados galardones que una ciudad otorga son los que
recompensan la valentía, entonces también posee ella los ciudadanos más
valientes.
Y ahora, después de haber llorado cada uno a sus deudos, podéis
marcharos.